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miércoles, 6 de noviembre de 2019

NAZCA: EL MISTERIO DEL DESIERTO


Después de Ocucaje y siempre siguiendo la Panamericana Sur, dejaremos atrás Santa Cruz, Palpa y Llipata, con sus esplendorosos naranjales, antes de llegar a la ansiada pampa de Nazca. Aquí se ubica uno de los lugares más sorprendentes de este viaje. 

En este árido desierto, que ha permanecido durante milenios ajeno al mundo exterior, persiste imborrable un misterio, un arcano indescifrado que no trascendió hasta que, en 1939, el estadounidense Paul Kossok atravesó volando ese perdido rincón del planeta y se percató del complejo entramado de líneas rectas y figuras que mostraban, a sus pies, un críptico collage. 

Es cierto que ya en 1926 el arqueólogo peruano Toribio Mejía Xesspe se había fijado en los surcos de la tierra, considerándolos vías de un significado religioso, pero hasta que Kossok no las sobrevoló, nadie se había percatado de la existencia de ese gigantesco cuadro en el que destacaban varios dibujos de figuras perfectamente reconocibles y que, por su enorme tamaño, no podían ser apreciadas totalmente más que desde el aire. 

Como mis «estrellas» del lago Uureg. Se trata de más de ochocientas líneas rectas, algunas de las cuales se proyectan a decenas de kilómetros, y trescientas figuras geométricas, incluyendo más de treinta dibujos biomorfos de animales y plantas, desperdigados en una superficie de quinientos kilómetros cuadrados. 

Es muy difícil describir con palabras la grandeza de las lineas de Nazca. ¿Cómo las hicieron, quién y por qué? El cómo es fácil de responder. La técnica de la construcción no tiene ningún problema. Se trata de un surco de treinta centímetros de ancho por treinta de profundo, en el mejor de los casos, similar al del candelabro de Paracas, que se obtiene retirando las piedrecitas del terreno y volviéndolas a colocar a ambos lados del surco para realzarlo. Y ya está. Lo meritorio no es trazar ese surco, sino dibujar con él un gigantesco pájaro de trescientos metros de largo por cincuenta y cuatro de ancho, o un lagarto de ciento ochenta metros de longitud, un colibrí de alas abiertas con ciento treinta metros de envergadura, un mono y un cóndor de ciento treinta y cinco metros cada uno, además de una araña, una orca o incluso un humano con cabeza de búho (bautizado «el astronauta» por algunos), de similares proporciones. Y lo que es más importante, casi todas las figuras se han realizado con un solo trazo, que se proyecta dibujando la figura y otras lineas, durante kilómetros y kilómetros sin romperse. 

Para la realización de esas y otras gigantescas figuras, los artistas carecían de perspectiva, ya que a no ser que las mirasen desde una considerable altura, es imposible que observaran el dibujo completo. Las colinas más cercanas están demasiado lejos como para poder ver con un ángulo apropiado la mayoría de dichas figuras. Exactamente igual que las ruedas del lago Uureg en Mongolia. ¿O no? ¿Quién las hizo? Esto es un poco más complicado. 

En 1547 existían, eso nos consta. El cronista de Felipe II, Pedro Cieza de León, que recogió interesantísimas tradiciones incas, incluyendo un diluvio (probablemente una malinterpretación indígena del fenómeno de «El Niño»), escribió en su Crónicas del Perú que había visto «señales» y cientos de líneas rectas sobre la llanura desértica de Nazca. El corregidor Luis de Monzón quiso darles un sentido y escribió en 1568 que las líneas eran carreteras. 

Creo no ser temerario al deducir, ante los comentarios de Cieza de León y de Luis de Monzón, que ellos sólo se percataron de las líneas rectas, más abundantes y evidentes que las figuras biomórficas, mucho más difíciles de adivinar a ras de suelo. Por eso permanecieron en el olvido hasta que Kossok las sobrevoló en 1939.

¿Cómo pudieron conservarse intactas las líneas durante tantos siglos? Primero deberíamos saber si se han conservado intactas, ya que es imposible adivinar cuántas de ellas pueden haberse perdido con el paso del tiempo. Las que tenemos a nuestra disposición le deben la vida al llamado «efecto Foehn». Se trata de un fenómeno que protege el desierto de Nazca de las lluvias que pueden llegar desde el Pacifico gracias a la cordillera que se interpone en el paso de las nubes, el vapor y la humedad del mar. La humedad del Pacífico sube por la cordillera, el aire se enfría y desprende toda el agua en la ladera del Pacífico. 

En Nazca se supone que puede llover, como máximo, media hora al año. Por eso las líneas han sobrevivido al paso del tiempo. Cuando Kossok las redescubrió quedó prendado por el misterio. Es lógico. Kossok era un científico procedente de la Universidad de Long Island y estaba interesado en los antiguos sistemas de regadío incas. No se iba a conformar con ver aquel espectáculo desde el aire. Accedió a ellas por tierra, las limpió y realizó los primeros estudios, llegando a una primera conclusión: se trataba de rutas rituales. Pero el 22 de junio de 1941, solsticio de invierno, observó en la pampa que una de las largas líneas indicaba casi exactamente la puesta del sol. 

Kossok dedujo que las lineas eran de significado astronómico y llamó la pampa «el libro astronómico más grande del mundo». Para cuando Kossok regresó a su país, una de sus discípulas, la alemana María Reiche, la dama de Nazca, tomó el relevo. Un poco antes de terminar los ciento cuarenta y un kilómetros que separan Ica de la ciudad de Nazca, y al margen derecho de la Panamericana, se ha construido una torre, de unos veinte metros de altura, desde la cual es posible ver, medianamente bien, 2,5 de las figuras de Nazca. Digo esto porque una de ellas quedó partida por la mitad tras el paso de la carretera. 

A pesar de la altitud de la torre, el ángulo tampoco es perfecto para admirar con detalle los dibujos, pero es suficiente para hacerse una idea. Y lo primero que se me ocurrió, subido a la torre, y mientras intentaba recobrar el aliento que me habían robado las empinadas escaleras, fue que no era imprescindible volar para poder ver las figuras de Nazca, como pretendían tantos autores. Yo no estaba volando. Sólo estaba subido a una torre. ¿Podían nuestros antiguos disponer de la tecnología para fabricar torres como aquélla? Si la respuesta es afirmativa, significa que podrían dirigir la elaboración de los dibujos sin necesidad de volar... Una vez más resulta tan evidente que me da pudor escribirlo. 

Después de las primeras fotos y grabaciones, seguimos viaje hasta Nazca. El viajero que llegue en autobús hasta esta ciudad tendrá que soportar el acoso de una incontrolable horda de vendedores, guías y cambistas que le ofrecerán todo lo ofrecible en cuanto se apee del colectivo. Ojo: aunque algunos lleven carteles con los nombres de conocidos hoteles o restaurantes, es probable que sólo intenten sacarle unos dólares. No es bueno confiarse demasiado. Además, nosotros ya teníamos claro dónde alojarnos. A la mañana siguiente y sin siquiera parar a desayunar, dejamos el hotel y nos dirigimos al aeropuerto de Nazca. La primera hora de la mañana, cuando el sol todavía está bajo, es la mejor hora para sobrevolar los dibujos. Yo no había hecho reserva de plaza desde Lima, pero confiaba en que la Providencia me tratase con la misma bondad a que me tiene acostumbrado. Y esta vez se explayó. 




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