Me equivoqué. Llovió a cantaros durante la noche, y el día amaneció gris y húmedo. Encima mi malhumor creció tras entrevistarme con Sujtogo Davahu, profesor de la Universidad de Cultura y Arte, y con el doctor Azamat, director del Museo de la Provincia de Bayan-Olgiy. Nadie sabía nada de mis «estrellas».
Pese a su falta de información, el museo merece la pena. Hay una buena colección de piezas arqueológicas y también una muestra zoológica de la región. Pero hay que negociar si quieres tomar fotos. Yo no tuve ese problema gracias a las influencias políticas que mi amigo el general mantenía desde su época como viceministro de Seguridad. Esto, además, me permitió averiguar algunas cosas más sobre la escena de Fergana. Es sorprendente la de información que puede obtener un ex jefe de espías sólo con un teléfono, y más sorprendente aún la colaboración que puede conseguir de todos los directores de museos del país.
Según los arqueólogos, el valle de Fergana ha sido un hervidero de vida desde mucho antes de que la Ruta de la Seda lo atravesase. Existen interesantes emplazamientos arqueológicos y una gran variedad de muestras de arte rupestre y petroglifos, tanto en el interior de cuevas como en estelas, lápidas o rocas al aire libre. Sin embargo, ningún arqueólogo al que le enseñaba la foto de la escena podía identificar su ubicación. Lo que sí fue posible identificar finalmente fue la primera publicación de dicha imagen: una revista soviética, bien conocida por el general, que, como explico con detalle en mi libro Los expedientes secretos, también había tenido interesantes incursiones en el mundo del misterio desde su puesto como jefe de los espías mongoles.
La revista en cuestión se llamaba Spoutnik, y alcanzó cierta popularidad en su época, ya que pretendía ser la equivalente rusa de la famosa Selecciones Reader's Digest. Comenzó a publicarse simultáneamente en varios países desde su redacción central en Moscú, en 1967. Ahora sólo había que conseguirla.
Aproveché también la visita a aquel museo de arqueología y antropología para dar carpetazo a otro de los temas que había quedado pendiente en mi lista de enigmas por resolver. La verdad es que ya lo tenía muy claro, pero aquél era el lugar ideal para contrastar mi opinión con antropólogos y arqueólogos tan familiarizados con la arqueología soviética. Y es que en su libro El mensaje de los dioses, antes citado, Erich von Dániken publicaba la fotografía de un nuevo enigma del pasado: un misterio vinculado al cráneo de Broken Hill y que, supuestamente, también presentaba un agujero de bala de diez mil años de antigüedad. La pieza en cuestión se conserva en el Museo Antropológico de Moscú y se trata, según Dániken, de los restos de un bisonte, descubierto en las cercanías del río Lena (Yakutia), que presenta el mismo impacto de bala que el neanderthal de Zambia. El hueso en cuestión pertenece al cráneo y tiene un orificio circular frontal. Lo que pasa es que probablemente no es un bisonte, como sugería el autor suizo, pues éstos se extinguieron en la región desde finales del Pleistoceno. Probablemente era un yak, animal tan familiar durante todo mi viaje.
Lo que Dániken no sabía cuando publicó su libro es que en un museo español existe un cráneo con un orificio idéntico al de Broken Hill y al del bóvido soviético. En marzo de 1977 la revista española Mundo Desconocido dedicó toda la portada de su número 10 a ese tercer «baleado» prehistórico. En el Museo Arqueológico de Moiá (Barcelona) se conserva el cráneo de un cromagnon de seis o siete mil años de antigüedad, que fue descubierto en la cueva del Toll y que presenta un orificio similar. Pero en esta ocasión sí tuve la oportunidad de examinar a placer la supuesta evidencia gracias a la amabilidad de Domingo Campiño, director del museo. Y no hace falta ser un experto en balística, ni un CSI de Gil Grissom para darse cuenta de que aquel orificio, como los de Broken Hill o el bisonte de Moscú, no son agujeros de bala, sino producto de una parasinusitis nasal agudísima. Esto al menos es lo que me explicó en su momento Campiño y lo que ahora me confirmaban los responsables del museo de Bayan-Olgiy.
No desvelo nada al decir que hace seis mil años no había armas de fuego, ni tampoco existían medicamentos para tratar dolencias como está, que ahora son atajadas con una sencilla operación, o incluso con una visita a la farmacia, pero que en otro tiempo iban degradando el hueso hasta perforarlo completamente. Hoy nos parecerá ridículo, pero hace seis mil años se podía morir hasta de un dolor de muelas. Y aunque no hubiese sido así, los «dioses» extraterrestres de Dániken no pueden realizar viajes interestelares con una tecnología maravillosa capaz de superar la velocidad de la luz, y luego utilizar escopetas de cartuchos. No es coherente. No repetiré aquí todos los argumentos que ya expuse en mi libro La ciencia frente al misterio (Con-trastes, 1995), por los que la hipótesis extraterrestre es científica, filosófica y lógicamente inaceptable. Los supuestos agujeros de bala prehistóricos son el mejor ejemplo.
Decepcionado, no obstante, por la falta de pistas sobre las «ruedas» del lago Uureg, dejé el museo, tachando de mi lista de misterios pendientes aquellos hipotéticos impactos de bala.